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29 de Agosto, 2010 · General

Talampaya, la emboscada del desierto


Sergio Leiva tiene 83 años, nueve hijos y numerosos nietos; bautizó las formas de piedra más famosas de este Parque Nacional, que es Patrimonio Natural de la Humanidad; cómo una zona de bandoleros se convirtió en atractivo turístico
“Entonces el Señor Dios los presentó al hombre para ver qué nombre les pondría”, dice el Génesis. Aunque poco importa si Don Leiva leyó alguna vez ese pasaje bíblico, ahí iba él, como un poeta elemental, dándole identidad a los caprichos de la tierra. La Catedral, El Monje, La Chimenea, todos ellos nombres de formaciones rocosas trabajadas por el viento en el Parque Nacional Talampaya, al sur de la provincia de La Rioja.

  “A todos los nombres de las erosiones se los he puesto yo: El vigía, La Catedral, El Rostro de Cristo, La Chimenea y El Monje”, asegura Leiva Foto: Juan Pablo Baliña

Sergio Plácido Leiva es su nombre completo. Tiene 83 años, nueve hijos y varios nietos. Actualmente vive en Pagancillo, un pequeño pueblo ubicado treinta kilómetros al norte del Parque. Allí, el Río Talampaya era un antiguo paso utilizado por arrieros; por ese mismo lecho seco avanza este relato.

Según don Leiva Talampaya era una estancia de la comunidad de Pagancillo: “Si hasta recuerdo ver los quesos oreándose en los ranchos, pero empezó a mermar la lluvia y con ella los animales. En aquel tiempo iba en mula campeando hacienda con mi padre, por eso conozco toda esta zona”. Y completa: “Existían varios puestos en el actual Parque; Chañares era uno, Agua del Jume otro y El Sunchito otro. Más allá estaba Las Barrancas, que era una casa de palo a pique donde había estanques, pircas y corrales de piedra; uno llamado aguada de Don Eduardo. Desde ese lugar hasta Laguna Brava salía una senda de arrieros, pero ahora ahí se hacen guías turísticas, todo eso no está más”.

“Si hasta recuerdo ver los quesos oreándose en los ranchos, pero empezó a mermar la lluvia y con ella los animales. En aquel tiempo iba en mula campeando hacienda con mi padre”

Criollos, pura estirpe. Don Leiva habla de “los criollos” para referirse a una estirpe antigua, a aquellos pioneros que frente a la carencia de todo pusieron su presencia. Ergidio Pérez fue uno de ellos, Ricardo Narváez otro. Este último aún vive en Pagancillo. El y don Leiva son dos viejos amigos, o como los llaman por aquí, los fundadores anónimos de Talampaya.

“Narváez hacía de baqueano conmigo cuando alguien nos pedía”, recuerda Leiva. “La gente llegaba preguntando por Talampaya y nosotros los llevábamos. Primero sólo venían a investigar pero después empezó a llegar algo de gente por curiosidad, porque le habían contado. Pero llegaban aquí y no había ni caminos ni nada, pasábamos a caballo, con mulas, no teníamos contrato con nadie y les cobrábamos alguito para vivir. Más tarde me conseguí una Dodge para llevar a la gente pero pasado uno tiempito quedó viejita para las recorridas y hubo que jubilarla”.

Don Leiva revela cuestiones de identidad poco conocidos: “A todos los nombres de las erosiones se los he puesto yo; El vigía, La Catedral, El Rostro de Cristo, La Chimenea y El Monje”, y dice en tren de confidencia: “Hay lugares más lindos todavía, lo bueno sería poder acampar y quedarse unos tres o cuatro días”.

Viajeros en peligro. Durante la segunda mitad del siglo pasado el cañadón cercano a La Horca era paso obligado desde Jáchal hacia Chilecito. Las caravanas atravesaban esos angostos paredones rojizos de casi 100 metros de altura, corriendo el riesgo de ser asaltados por bandoleros en ese pasaje.

Según el relato de Leiva “allí se habían asentado unos asaltantes de la zona que hacían de las suyas y le quitaban todo a los viajeros que marchaban con valijas llamadas petacas. Algunos pasaban y otros no. Sabían que nadie los perseguiría mucho por estos lados. Además, el suelo arenoso y el viento se ocupaban de borrar los rastros”.

Leiva asegura que estos asaltantes apuñalaban a los viajeros y los enterraban en ese mismo lugar. “Esto sucedió durante un buen tiempo hasta que los hicieron confesar en el llamado Árbol de la Horca y ahí nomás fueron ajusticiados. Sólo monedas robaban pero un policía bravo de Huaco lo mató, y aunque se creía que eran muchos al final resultó ser uno solo. Así se terminaron los asaltos de Talampaya”.

Alguien comprendió su altura y sombra de piedra, por eso los cañadones y las formaciones de Talampaya caben en cada uno de sus nombres. Ahora, esos nombres que nacieron en una charla sencilla entre don Leiva y Narváez son patrimonio de la humanidad, pero ella no se enterará jamás. Sólo las piedras que vieron pasar a don Leiva lo sabrán.

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publicado por rococo a las 15:54 · 2 Comentarios  ·  Recomendar
 
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Comentarios (2) ·  Enviar comentario
muy buenas las noticias
publicado por ania, el 30.08.2010 14:29
siii
publicado por sabrina, el 30.08.2010 14:29
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